Cara de tonto
Primero
subí a mi habitación: debatí contra las sábanas y no había más que dos
almohadas simulando un cuerpo dormido. El inmundo no estaba. Más allá del lugar
en donde mi cabeza hace hueco cada noche, tampoco. Pero mis cajones abiertos dejaban
ver en su interior todas mis frases, poemas, cuentos y una novela recién
terminada, en desorden. ‹‹Un mal hábito que no ha podido combatir››, pensé,
moviendo la cabeza de un lado a otro.
Estuvo
allí la sanguijuela, siempre ignorando las órdenes superiores. Insistí algunas
veces en que lo guardaran bajo llave de manicomio, porque su sufrimiento lo
hace pasar por violencia, pero no estoy hablando de meras cachetadas o simples
pataditas. ¡No! Hablo de violencia de la incontrolable, de la que te zambulle
en el lago de la muerte. No es que esté loco, al contrario, en sus manos carga
con una gran responsabilidad que desafortunadamente es incapaz de sostener. Sí,
en toda familia siempre hay un sádico, una oveja negra.
Mi
búsqueda se recobró en el piso de abajo, y aunque en la calle se escuchaba el
ruido de lo que yo pensé que eran los vecinos enfiestados, caminé hacia la
cocina; macabramente recordé que los objetos filosos le fascinaban. El brillo de
la alacena y el orden exacto de los cubiertos que se secaban en el escurridor
del fregadero seguían siendo los mismos; las flores encima de la mesa con la
misma porción de agua y el pétalo a medio suicidio permanecían inertes. Todo
encajaba perfecto, y ese juego con el que mi maldito hermano me mareaba no lo
olvidaba tan fácil.
El
hecho es que de alguna manera estaba allí, escondido en quién sabe dónde,
queriéndome ver la cara de tonto otra vez. Me previne y sujeté con fuerza el
palo de una escoba, que desenchufé de su cabeza de cerdas. Llegué hasta el
estacionamiento de mi vivienda con el palo en posición de amenaza. Paseé por el
lugar, aún con la fastidiosa barahúnda callejera, y fue de reojo que lo vi a través
las ventanas de mi auto. Advertí sus ojos carroñeros puestos en mí y sin
discusión alguna golpeé el vidrio que nos separaba. El palo se rompió en dos,
volví a golpear y se repitió el mismo final. Reculé y tomé un tubo delgado que
se asomaba ante mis pies.
Cuando
volví la mirada hacia la sanguijuela, el cristal ya bajaba mi reflejo. Él reía torpe,
con esa risa que siempre me sacó de quicio, al tiempo que aplastaba con su
cuerpo todo un imperio de hojas sueltas, hojas que seguramente me había robado
de mis cajones.
Abrí
la puerta del coche, aparentando que lo ocurrido nunca existió. Lo ayudé a
incorporarse y le dije seriamente que él no debía estar allí; que no era su
tiempo; que me llegaría a relevar cuando cambiara sus actitudes; y mientras el
eco de nuestros zapatos moría de camino a la salida, pronunció algunas palabras
incomprensibles a causa de todo el escándalo de la calle.
Una
vez fuera de la casa, un sinfín de personas nos rodeó, y no eran los vecinos. En
seguida mi hermano gritó: “¡Éste es el impostor! ¡No presten atención a sus
falacias!”. Quedé sumido en un estado de confusión e incapaz de responder algo
la gran masa me aprehendió. Mi hermano gemelo me había vuelto a ver la cara de
tonto.
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