El placer de las especies


previairisrojas@hotmail.com es el correo de la mujer, colega de trabajo, con la que engañaba a mi esposa. La biografía de su dueña nada importa, lo que conviene saber es que compartíamos los cuerpos a horas aleatorias del día y que los billetes de don Miguel Hidalgo le suministraban el éxtasis adecuado. Tomaba unas cuantas fotos de sus hermanitos de don Miguel, las enviaba a su correo y.. ¡Zaz! ¡Levántate Lázaro! En un dos por tres Iris ya estaba puntualita en el lugar que yo quería. Tan sólo mencionaba que ya había dinero para robarme de las empresas ella se ruborizaba, que era más de lo que mi esposa hacía.
Pero el índice de la conciencia era de por sí ya alto para un funcionario de gobierno que le gusta el dinero, y para no verme acosado por la culpa me vi obligado a optar por nuestros héroes patrios que dieron libertad a este país. Abandonar la carne de Iris, aunque la infidelidad sea justa en una persona que apenas me hablaba, aligeró el peso de mi conciencia. Claro, tuve que redituar a Iris un porcentaje monetario considerable para que jamás divulgara a nadie nuestra pasión.
Seguí robando más dinero de las empresas con la convicción de que nada haría la culpa. Apenas el placer de las especies ocupaba una cuarta parte, lo cubría con los lujos más costosos: un traje hecho a la medida, un maserati, un reloj con incrustaciones de esmeralda eran los objetos perfectos para olvidar el castigo.
Me equivoqué. La conciencia presume de ser diferentes formas y ya no sé si esto es un sueño o una vigilia. Sospecho que es un sueño dentro de otro, y que sigo durmiendo sobre mi cama. Pero la duda me arrebata cuando el control de mi cuerpo lo tengo yo… ¿O es este el siguiente paso del castigo?
Yo sólo llegué a mi casa. Abrí la recámara y ahí estaba mi esposa como siempre, dispersa y enajenada en su computadora a causa del trabajo. No dije nada y me recosté sobre la cama. Dormí un poco; desperté con su ausencia. Me dominó la somnolencia, volví en mí y la recámara no era la misma, otros colores la adornaban. Eché a andar el canto de la madrugada, después lo interrumpí; busqué a mi esposa, quien seguía trabajando, y le dije adormilado: “Mi, amor”. Yací nuevamente y al abrir los ojos los posé en ella, y vi claramente que le crecían canas a una velocidad inigualable. Mis párpados cerraron, desperté con el cuerpo muy pesado y la certeza cruda de que ya había fallecido; dije con los ojos húmedos a su escritorio, como si nunca se hubiera ido: “Mi amor, perdóname”. Caí en sueño, y luego en vigilia; dos imágenes nítidas se presentaron ante mí: el esplendor de mi esposa y una multitud de gente desnuda y sucia que formaba un cráneo sobre la infinitud de la ceniza.


Gibrán Christopher. Todos los derechos reservados.

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