Ánima

  “Cuando alguien dice no puedo dejar a esa mujer aunque lo querría hacer, eso es el Ánima"

Carl Gustav Jung, Entrevistas

La mayoría de los vecinos no cree haber vivido el conflicto de esa noche. Se niegan a plantar los pies sobre el suelo y se niegan a admitir que todo lo que vieron fue absolutamente real. Para engañarse, inventaron varias versiones: que era una parejita que no vivía cerca de nuestra colonia Nápoles y que andaban discutiendo, borrachos, en plena calle, hasta que el hombre mató a la mujer con un arma y ocultó su cadáver; unos dicen que la mujer alcanzó a huir del disparo del hombre; otros que hubo un perro que acompañó todo el tiempo a la mujer, pero que jamás la defendió; incluso algunos llegan a decir que fueron alucinaciones causadas por el estrés de su trabajo o una broma de algún programa de televisión.

Pero todas estas estupideces son falsas, y pese a que todo el vecindario lo sabe sigo sin entender por qué las mentiras siguen esparciéndose. Yo puedo contarles lo que ocurrió realmente sin tapujos. Fui el único testigo que miró todo, con todo me refiero a cada detalle, de inicio a fin. Por mi vida se los juro que jamás he visto semejante cosa.

Yo regresaba de trabajar a media noche. Mi mente iba vagando. Faltaban unas cuantas casas para llegar a la mía. Me tanteé las bolsas del pantalón para sacar las llaves de mi puerta, y cuando regresé en mí vi a pocos metros a una mujer desnuda. Su cuerpo tostado de por sí ya resaltaba, pero resaltó más su tatuaje de monstruo, parecía un pulpo gigante que bordeaba sus tentáculos por todo su seno izquierdo hasta terminar en su pezón.  

Me quedé boquiabierto, volteé a todos lados. Lo primero que supuse fue que se trataba de una víctima de violación, porque no se movía a pesar del frío y sus ojos apuntaban siempre abajo. Su desorientación me preocupó, pero no hice nada, porque la segunda cosa que me llegó como destello fue que si la ayudaba la policía me culparía a mí, aunque yo nada tuviera que ver con el asunto, y eso me preocupaba más.

Así que opté por el silencio, y como si no la hubiera visto entré con mucho cuidado a mi casa. Cerré la puerta delicadamente y el debate se volvió a presentar en mi cabeza. Quería hacer lo correcto, ¿pero cómo?; si llamaba a la policía posiblemente guardarían el número de teléfono, si la metía a mi casa me acusarían de violador. ¡A esas horas de la noche uno ya no salía, porque se oían disparos!

Miré desesperado a través del pequeño agujero de mi puerta y el alumbrado de la calle me permitió ver que la mujer ya empuñaba un objeto extraño, que quién sabe de dónde lo había sacado; tenía la finta de un revólver revestido de piel. ¡Pero cómo! ¡No la había dejado ni cinco minutos sola y ya cargaba un arma!

Le expresión de su cara había cambiado: sus ojos encerraban la furia de la injusticia, sus labios se tensaban para seguro ocultar unos dientes que se presionaban brutalmente entre sí, sus cejas se hundían en las hendiduras de sus párpados. Su cuerpo firme reflejaba un claro objetivo.

Por toda la calle se escucharon las frases que gritó frente a una casa: “¡Vengo por ti! ¡O sales o voy a buscarte!”. Al instante todos los vecinos se asomaron por sus ventanas. La mujer repitió el acto y un hombre joven salió del hogar, que hasta en ese momento creí yo deshabitado. Atravesó la puerta asustado y en seguida se hincó al notar el arma de la mujer. Se arrastró con la cabeza agachada hasta ella mientras le ofrecía perdones y suplicaba por prolongarle la vida. Se encaró frente a sus rodillas, ya con la cara empapada de lágrimas y la nariz moqueando. Levantaba la cabeza lentamente para introducir su mirada a la de la mujer, pero ella le negó el gesto con el arma apuntándole directo a su cabeza.

Un latido de mi corazón apretó mi garganta y un shock malsano desplegó los bellos de mi cuerpo. No quería ver la escena. Pero sí quería gritar, quería rezar a Dios que no pasara, quería que ocurriese el menor milagro; y sin embargo cerré los ojos a la espera.

Pasé minutos así, luego abrí los ojos, y confundido observé que la mujer acariciaba su tatuaje de pulpo con el cañón de su arma: recorrió su clavícula hasta terminar rodeando su pezón, que era donde el monstruo desaparecía, y volvió a estirar el arma hasta la cabeza del hombre y le dijo con una voz potente: “Desnúdate, quiero tu ropa”.

Temblando de muerte se desnudó, y extendió su ropa a la mujer igual que una ofrenda. Ella, que ahora pienso que no fue por descuido sino a propósito, recargó el arma en el asfalto para tomar la playera; la deslizó por su cuerpo y sin imaginarlo el hombre arrebató el arma, el poder y el destino; y aunque su inocencia abrazaba el ambiente, eligió devolver al asesino lo que es del asesino. La mujer quedó en silencio, sumida en su orgullo, infló su pecho y estiró sus brazos como dando a entender que diera el tiro de gracia.

Aquél apuntó con el efecto del frío en sus manos. Su llanto aumentó. Juré que ese manojo de nervios no se iba a atrever. ¡Pero hizo fuego y el disparo dejó su eco a lo largo de la calle!

Uno creería que la mujer cayó aceptando su dolor y que sobre el suelo se formó un charco de sangre. ¡Pero no! ¡La mujer se transformó en perro! El hombre se le acercó tímido y cara a cara, boca a hocico, dijo con una voz entrecortada y que apenas se oía: “Ni… ni la mierda… merece vivir”. Al término de la última palabra el perro se hizo gota de algún líquido desconocido que ocupó unos milímetros del piso. El hombre se levantó y con delicadeza e inseguridad llevó su pie derecho y la aplastó. Y ya con voz calma dijo por última vez: “Ni la mierda merece vivir”.

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