Sacro factum
En
algún otro lejano punto pudo haber estado: pudo encontrarse bajo el plateado
cielo del Amazonas, pudo hallarse en las primeras escrituras teológicas. Pero
el sello ya había sido tallado esa tarde. Su presencia fue extraña y no existió
ningún indicio o profecía que la anunciara. Sin embargo, pese a toda premonición
ingerida, el fervor de los astros alcanzó a cubrirla y su paso fertilizó la
tierra.
Se
había visto, por ejemplo, a ascetas, filósofos, sabios, incluso monjes, recorrer
la montaña, pero nunca a una deidad, pues así la concebí por una belleza jamás
vista sobre el planeta. Su ropaje pasó por inútil, porque los vestigios que
abandonaba conforme subía la montaña trasformaban la anomalía. Y yo la miraba
escondido tras una gran roca. La tierra empañaba su largo cabello negro y de
vez en vez miraba su tiempo pasado como para asegurar el restante. Y yo la
seguía mirando; minado por su luz, por la incertidumbre, por su extraño andar.
Estaba
dominado ya por una influencia abominable, y aunque ella se alejaba de mis ojos
el fluido seguía latente. Por fin la perdí, mas ya no accedí a continuar con mi
destino. Dentro de mí algo rondaba: inexpresable, poderoso como la alianza
impuesta por el heroísmo, pero sumida en el olvido.
Pasé
días sin comer y sin intentar encender fogata alguna. Meditaba entre la diáfana
oscuridad de la noche, intentando desplomar el maleficio de su energía, porque
era eso: un impulso hacia la locura. Entre mis vacilaciones, ahondé toda posibilidad
de destrucción de aquella guerra que seguía comprometiendo mi vida entera, y
nada. Mis noches se volvieron insomnios y mis días una búsqueda inexorable. A
veces atacaba el recuerdo de aquella mujer misteriosa pieza por pieza, para
perjurar que no era ella la génesis de mi germen. Desde el fondo del pozo de mi
alma me engañaba, porque lo sabía, sabía que su primera huella fue mi
perdición. Me atormentaba no poder ya escapar de su campo vital, de extraviar
mis únicas alas.
Fue
en una de mis caminatas cuando la volví a encontrar (o quizá ella me llamó a
través de la fatal obsesión, porque su tiranía era de tal manipulación que
llegué a decapitar a una serie de animales como símbolo de proyección).
Nuevamente, ascendía la montaña, y su particular andar no fue reemplazado. Las
primeras gotas de oro del alba me hicieron seguirla; anduve tras los nidos que
moldeaban sus pies sobre la tierra, como una criatura persigue la túnica de Cristo.
Nunca erré mi marcha, deambulé su sombra y desconocía el porqué de la persecución
fría. La misma energía, el mismo impulso, la misma alianza, nublaron mi
razonamiento. El corazón me galopaba el alma, que llegaba a la garganta. Ella
subía y subía, y en su recorrido jamás evocó gesto alguno; y en el mío, esbocé sólo
un rezo que jamás tocará el fin. Así el tiempo se perpetuó, sin que ella me
descubriera.
Deshabitamos
la uniformidad en cuanto sus pies rasgaron la cima de la montaña y tocaron la
boca de una cabaña. Ella entró, y yo busqué el mínimo milagro que me condujera
a mirarla: a gatas, me incorporé a su paraje de misterio y sombra, y divisé una
ventana. A través de ella miré su acto de locura, sin dañar el código de la
costumbre: arrancó de un cajón un pasamontañas de colores extraños y con él se
cubrió la cabeza; se despojó de sus vestidos sucios y maltratados por el tiempo
(su piel morena no abarcaría ninguna concepción del poeta: era hermosa, una perfección
divina); volvió hacia el mismo cajón, y extirpó una ombliguera azul y un pantalón
negro con los que adornó su belleza; y el tacto de sus pies quedó al
descubierto.
Lo
siguiente fue un acto singular, impropio de la palabra del hombre. Tomó un disco
de vinilo y en vez de centrarlo acertadamente sobre el tocadiscos, que
descansaba sobre el cajón, lo descentró. La música fue curva, aun así aquella
mujer llenó la habitación con su baile de quimera. Ninguna danza en el mundo
puede compararse con la de aquella mujer: los planetas que formaba en el aire;
los animales que dibujaba con el vaivén de sus manos; el invisible morfema que
vibraba con su sonrisa, único anhelo en el mundo entero. Mayor acto de
humanidad no puede haber sobre el planeta.
Sin
previo aviso el horror me zarpó, ese mito de Dios me impidió moverme: estaba
totalmente paralizado. Aquella influencia que me dominó desde que vi a aquella
mujer tomaba sus formas dentro de mí. Pude verla bailar y mirar sus finos ojos,
que eran lo único que el pasamontañas no ocultaba. Pero también pude sentir
dentro del pecho las peores laceraciones, la furia de mil bestias arañándolo.
Me
cruzó por la cabeza, como aleteo de monarca, la alteración del tiempo y espacio,
y la historia que yo labré desapareció en un parpadeo. Incapaz de impedirlo,
terminó por lastimarme más. ¿Seguía siendo yo? Lentamente enmudecía, hasta que
pude moverme con el mayor esfuerzo. Moví mi cabeza (me pesaba) para observar
mis manos y, ¡no!, era un bebé. La esencia no se marchitó, aún corría por mi
cuerpo diminuto, pero ¡Me había transformado en un recién nacido!
Para
entonces, y sin percatarme de su venida, la mujer apareció frente a mí sin
trazar en su fisonomía sorpresa alguna. Me llevó a su pecho. Me meció un
instante. Yo intentaba escapar, defenderme, huir, pero mi cuerpo no me
respondió. Lloré, lloré a cántaros, mi corazón se partió. El sufrimiento
condenó mi alma. La mujer recorrió con una de sus manos la parte inferior de su
pasamontañas, para dejar al descubierto su boca. La abrió tanto como se lo
permitió y… Sólo recuerdo su mal aliento.
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