Osmosis
I
Ya
el tono putrefacto de sus pieles envolvía cualquier sentido. El límite entre
ellos dos y los demás consistía en una absurda jerarquía de poder. Pero
precisamente no fue su libre albedrío lo que los mantenía flacos, desnudos y
encadenados de las manos en una noche tibia, sino esa cobarde herencia; un
típico juego que no se llega a romper a menos que te muerdas tu propia cola,
mas el Chino tuvo que esperar a que el Negro casi le arrancara la suya.
Mientras
el Chino caminaba moribundo y torpe hacia la entrada de la mansión negra, en
sus huesos lo sabía, o al menos presentía que el germen hereditario carcomía
sus órganos. Y la pulcritud se le reveló en cuanto se detuvo, algo mareado (una
cascada de sangre, que se anunciaba desde la frontera del pelo hasta su ojo
izquierdo, lo despojaba todavía más de la vista) e incómodo por las pesadas
cadenas que le estrangulaban las manos, frente a la puerta y al mismo tiempo
frente al Negro. Apenas convergieron sus miradas tercas, furiosas, insanas y
defectuosas, se perdieron en palabras.
La
luna no encandila héroes ni estatuas, y no fue la excepción con aquellos dos
cuerpos desnudos a la intemperie; cuerpos que sudaban sangre y tierra; cuerpos que
daban de beber, pero no tenían agua; cuerpos tan consumidos por la vida, que
parecían dos hilos de saliva que se engendran en un beso. Parlotearon entre
murmullos, y casi vuelven a la violencia si no hubiese sido por la escasa
energía dentro de su espíritu. En vista de sus calientes llagas, se
petrificaron. Luego, Satriani salió de la mansión empuñando su arma, y los
desencantó como si de jugar se tratase. Lo último que vio la luna fue cuando
aquellos dos, amenazados por el arma de Satriani, entraron a la mansión.
II
A
Jacques ya lo había cuestionado un repugnante científico: ‹‹Tipo más falso que
sus ensayos de segunda mano››, pensó al tiempo que su índice removía de un solo
golpe la sangre salpicada en su frente. Por eso cuando Satriani preguntó al
filósofo, lo hizo con palabras cargadas de un sonido de advertencia, como si él
fuese la muerte y tuviera el poder de prolongar su aburrida vida unos meses
más. La pregunta rondó el secreto sin trastocar su verdad. Satriani, por algún
motivo, quería que el filósofo viviera un poco más que las víctimas de Jacques;
sin embargo, cuestionar ideas que no habían sido probadas era muy absurdo, y
eso bien lo sabía Satriani.
Bajo
una atmósfera de vértigo y un techo consumido por el moho, por fin se vieron
las caras. Jacques se pasó las yemas de sus dedos por su barba canosa e, inducido
por una histeria, preguntó a su víctima, a quien se le desparramaban las
facciones más felices: ‹‹¿Qué opinión me presenta usted, señor filósofo? ¿Podrá
con mi tarea?››. Satriani, quien estaba tras el filósofo, le soltó un pequeño golpecito
en su hombro como para que recordara la pregunta, y aún mejor, el significado
que agarró de ella; mas las venas le apretaban las manos al filósofo, manos que
sólo llovían sudor. El silencio desapareció con frases bastante intelectuales,
palabras que de segundo en segundo se desnivelaban del volumen perfecto y
sacaban del camino los verdaderos principios de Jacques. Seis minutos de
conocimiento acertado que no sirvieron para satisfacerlo.
Jacques
atacó con otra pregunta: ‹‹¿Entonces, no cree en la inmortalidad?››. La respuesta
negativa del filósofo se expandió por todo el lugar. Satriani, por dentro,
cuestionaba toda su humildad, toda la ayuda disfrazada que aleteaba para con
las víctimas. No es que fuera un Jesucristo redimiendo el pecado de unos
cuantos, pero se culpaba siempre que una víctima de Jacques no pudiera vivir un
día después de verle la cara; entonces, la víctima pasaba a ser Satriani,
incapaz de alargar el pequeño hilo de la vida, porque mientras más se encerraba
en la creencia de ayudar, más se desligaba de él mismo.
Sin
embargo, una mano derecha obedece al dueño, y Satriani, ya con una daga en mano
y sin latido tibio que lo detuviera, cortó fugazmente el muro que dividía la
espalda de las nalgas del filósofo. Acto primero: un grito murió en un universo
infinito para luego reencarnar en los ojos y después en el tacto; su forma bien
pudo haberse fusionado al suelo o al aire o a los cuerpos celestes invisibles.
Acto segundo: la trasmigración de la sangre hacia los cuatro muros y hacia las
caras hilarantes de los presentes. Acto tercero: la mano de Satriani ahogando
la tripa del filósofo al aire. Acto último: Jacques se acercó a Satriani, quién
sostenía la tripa sobre sus manos, y removió la sangre de ésta con su dedo
índice.
III
Un
sujeto extraño esperaba en el estudio de Jacques. Las paredes del estudio eran
de un color rojo opaco. Era un estudio no muy grande, por lo que el escritorio
era uno de los primeros objetos que el visitante capturaba más fácilmente. Sin
embargo, había una extraña escultura grande al lado del escritorio: una
escultura hecha de madera que representaba a un hombre pájaro (el fantástico
ser tenía la cabeza de un pájaro y estaba parado, con el cuerpo desnudo y las
manos rezando). El sujeto extraño iba a tocarle los ojos a la figura cuando
Jacques entró repentinamente con dos rikishi enormes, de unos dos metros de
altura y unos doscientos cincuenta kilos de peso; les llamaba sus centinelas.
El
sujeto extraño comenzó a hablar sobre la inmortalidad, sobre lo que Jacques
quería escuchar, mas la arrogancia y la supremacía del tipo hicieron enfadar a
Jacques más de una vez, por lo que le advirtió la muerte si sus defectos subían
a un nivel mayor, y no una muerte rápida sino una protagonizada por sus
centinelas. El sujeto extraño no se intimidó: sacó un cigarro y lo encendió;
entendió que estando solo no podía matar a Jacques, así que se tuvo que tragar
la sangre que se le subió a los ojos.
El
sujeto extraño seguía argumentando la inmortalidad cuando sonó el celular de
Jacques. El primero no se contuvo más y con gran furia golpeó la escultura y
gritó: ‹‹¡No me interrumpa cuando hablo!››. Jacques ya no contestó la llamada y
en seguida le ordenó a sus centinelas aplastarlo. El Chino se abalanzó a medias
sobre el sujeto extraño, sólo alcanzó a agarrar su pierna. El Negro miró
detenidamente a Jacques, y cayó sobre él. Apenas se escuchó la plegaria de
Jacques, sumergido entre toda esa fuerza, el Negro se rió porque el cuerpo, en
lucha de salir, le producía cosquillas. El Chino soltó la pierna del sujeto
extraño, dejándolo huir, luego cayó encima del Negro. En ese instante Jacques
ya no era Jacques, sino el producto de un pedazo eterno de venganza.
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