Osmosis
I Ya el tono putrefacto de sus pieles envolvía cualquier sentido. El límite entre ellos dos y los demás consistía en una absurda jerarquía de poder. Pero precisamente no fue su libre albedrío lo que los mantenía flacos, desnudos y encadenados de las manos en una noche tibia, sino esa cobarde herencia; un típico juego que no se llega a romper a menos que te muerdas tu propia cola, mas el Chino tuvo que esperar a que el Negro casi le arrancara la suya. Mientras el Chino caminaba moribundo y torpe hacia la entrada de la mansión negra, en sus huesos lo sabía, o al menos presentía que el germen hereditario carcomía sus órganos. Y la pulcritud se le reveló en cuanto se detuvo, algo mareado (una cascada de sangre, que se anunciaba desde la frontera del pelo hasta su ojo izquierdo, lo despojaba todavía más de la vista) e incómodo por las pesadas cadenas que le estrangulaban las manos, frente a la puerta y al mismo tiempo frente al Negro. Apenas convergieron sus miradas tercas, furios...