La jaula
A
Goody
El
agua de la tina no escurría, pero estaba preparada para que entrara en ella como
una sombra corre al paraíso. Mis pensamientos versaban en torno a la soledad:
un suicidio, rata in fraganti que deseaba devorar su propia trampa. El frío terrenal
calcinaba mis pies. Mi tórax, al descubierto, mudaba de la cálida iluminación a
una oscuridad sagrada, y de mi cintura hacia abajo una diminuta toalla, que
apenas resistía la gratificación del aire, se meneaba con un vaivén.
A
punto de entrar a la tina a mitad de la noche, un sonido agudo penetró más mi
comodidad que mis oídos; eran mis compañeros que, acompañados de una maestra
hermosa, deseaban entrar a la casa. Abrí la puerta, advirtiendo que el tiempo
era esencial no sólo para el contrabando de penas, sino para desaparecer, y me
refugié de inmediato en algún rincón de la infinita casa para vestirme.
Al
hacerlo, mi insospechado perro Goody despertó abruptamente; miré el resplandor
de sus ojos todavía somnolientos, lo tomé por el cuello delicadamente para
ponerle su correa, puesto que es un perro que tiende a ladrar en cuanto invaden
el espacio de sus amos, y desde ese pequeño rincón divisamos a la mujer.
La
maestra se adentró a la casa, y abandonó una bicicleta ya vieja y arrugada por
la aurora. En cuanto el eco de sus huellas quedó vacío, salí de mi refugio junto
con Goody, tomándolo de su correa; y aún semidesnudos, recorrimos por unos
minutos la infinita casa hasta dar con un pasillo absoluto de oscuridad.
La
prolífica casa destapó el rostro de mi enemigo, de esa sombra, y existió una breve
simpatía entre nosotros. La obligación que proyecté en su silencio (una
obligación que supongo era encomendada por alguna deidad) y el tímido impulso
quedaron sólo dentro de mi mente. Reculé y nos miramos como un complemento,
como un sol de entre un horizonte, y Goody atacó a su gato negro que para mí
había pasado desapercibido.
Mis
falsas y tontas intenciones de golpear a mi enemigo lo llevaron a contraerme
entre sus brazos, me abrazó brutalmente. Busqué desesperadamente a Goody con
los ojos, como lo hacen todos los que van en manada, esperando que uno sea el
libre y el que libere al cautivo, pero yo, y no él, lo había abandonado. Entre
sus brazos de aquel monstruo promiscuo, me encarcelé.
Miré
fijamente a su gato negro, y el poder de su apariencia me despellejó el espíritu.
El color de su pelaje era más profundo que cualquier miedo engendrado; más
negro que el último respiro; mucho más pecador que el mismo averno y el camino
infinito, que no lleva a ningún lugar. No mentiré, un temor inexplicable trepó
por mi cuerpo, y el peso de la sombra de mi enemigo lo colmó.
Sólo
pude ofrecer la mano derecha de mi alma, arrastrando un poco las cobijas que me
cubrían y, ante tal indicio de zafarme del cautiverio, el infeliz giró el muro
frente a mí en un ángulo de ciento ochenta grados, de tal manera que el suelo
se reveló ante mí, ante la mirada del confuso individuo. Desde ese día no he
intentado escapar, pues la fuerza de la jaula no es reducible. El
presentimiento se prolonga, el tiempo en sí se procrea más eterno de lo que ya
es y mi alma jamás podrá huir de los brazos de esa sombra.
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