Llamada por cobrar
Es
la misma ventura que sus pasos traslucen bajo las banquetas: por las albas y
por las tardes. Pero son esas tardes características del sueño, donde la
posibilidad de caer en él es más alta cuando el sol reposa sobre el estómago y
es precisamente en una de ellas donde su ventura falsea abruptamente, y no por obra
de nuevos baches o porque el de las papas se le cruce. No, en nada de eso consiste
su fuga; es más bien un llamado que todo hombre espera desde su nacimiento y
que al mismo tiempo pospone con excusas banas; pone a la vida de frente el muy
cobarde. Se detiene porque un joven tatuado, a bordo de una bicicleta, se le
encara, y el hombre lo acepta con una expresión de satisfacción y una arruga
que reclama el retraso. El joven no cesa su cometido y, a diferencia del hombre,
es pasivo porque bien conoce que el tiempo cae en los huecos exactos; saca un
celular de pésima marca de una de las bolsas de su pantalón y lo extiende hacia
el hombre:
̶
Quieren hablar contigo, cabrón.
El
hombre iza una sonrisa con el poder del machismo bombeándole el corazón, y con
el valor sacudiéndolo agarra el celular. El joven deja un paquete sobre el
suelo, que parece más una caja de zapatos, echa sus pies a los pedales de la
bicicleta y desaparece. El hombre cree falsamente que la causa de ese
desvanecimiento es su cara de supremacía, pero no tiene ni idea:
̶
¿Bueno?
Una
voz que rasga la autoridad contesta:
̶
Buenas tardes.
̶
No te voy a quitar el tiempo. De una vez te digo que no, ya estoy trabajando
con los Fernández y me pagan mejor.
̶
…
̶
Ese paquete que me dejaste ni siquiera lo voy a abrir. No voy a tocar nada,
mejor manda a uno de tus muchachos que venga por él o se lo van a volar y yo no
quiero que me anden echando la culpa.
̶
Tsst, tsst, tsst.
̶
Ah, te estás peinando. Me parece muy bien que lo hagas. La verdad es que les
tengo respeto a los hombres que tienen un peinando muy presentable, que se
peinan de lado, para atrás. El peinando cambia la forma de la persona, la hace
ver más seria. Pero yo odio peinarme, sólo me echo tantita agua para
acomodármelo, pero nada de peines.
̶
…
Pronto
su valentía se nubla y un sentimiento de estar atrapado en un lugar que desconoce
le empieza a amanecer. Tanto le cobra vida que inconscientemente se mueve en
círculos buscando con sus ojos un lugar que lo proteja:
̶
Mira, ya sé qué me vas a responder: que sólo agarre el paquete y que me vaya
contigo, que me vas a pagar más, pero es que… no quiero, tan sólo no quiero.
Por favor.
̶
…
El
hombre por fin identifica una tintorería en la que no hay nadie y camina sobresaltado
hacia ella, ignorando el paquete, volteando a cada esquina para que no lo
agarren de sorpresa. Ya adentro su seguridad palpita poco a poco. Se asoma para
ver el paquete y mira quién va pasando por la calle. Habla por el teléfono con
un tono todavía de vulnerabilidad:
̶
No mates a mi familia, por favor. Quiero que quede claro una cosa: tú tienes la
culpa, yo no. He querido explicarte por qué no me quiero ir contigo, pero tú te
quedas callado como si no te hablara. ¿Cómo te voy a decir que sí si tú no me
respondes? Comprende…. Habla, por favor. Tú tienes toda la culpa por no decirme
nada. Yo he intentado explicarte, por favor. No puedo ni siquiera responderte
que sí o no.
Ante
la mirada nerviosa del hombre pasan muchos niños, una joven que descubre que la
mira, una anciana que piensa que es un secuestrador por la forma en que
sostiene el celular y ve hacia todos lados y un perro que casi lo orina.
El
hombre cierra los ojos, no sabe qué hacer en esos casos, pues pese a la fe que
le entraña de que el sujeto al otro lado del teléfono entienda es inútil.
Piensa unos segundos e intenta construir un argumento con sus recuerdos para
logar hacer hablar al sujeto, pero su miedo es más rápido, llega más al pecho,
le unta la espalda para que el desmayo duela más. Sus labios ya han quedado
incondicionados del alma, y las opciones estando en libertad son interminables,
pero sólo se les ocurre temblar. Han pasado sólo unos segundos, ni siquiera un
minuto y el hombre acepta que hay eternidad. Abre los ojos, aprieta el celular,
con la mano empapada de sudor, y sin más análisis cuelga aceptando el designio.
Se
vuelve a asomar para vigilar el paquete, pero ya no está. Se alarma y camina presuroso
con la herida ardiéndole hasta donde el paquete estaba. Los ojos se le
ensanchan y mira hacia a todos lados buscando, da vueltas por media calle
sabiendo en el fondo que ya se lo han robado. De pronto entra a una tlapalería
violentamente y pregunta desesperado por el paquete. El dueño contesta que no
sabe, que él no vio ningún paquete y le pide de la manera más amable que se
marche antes de que llame a toda la familia para romperle la cara.
El
hombre sale de ahí con mil problemas que en la mañana no tenía, que hace
algunos minutos no existían, y de repente tropieza de una forma muy leve, pero
se logra sostener sobre las ventanas negras de un carrazo blanco frente a él,
que antes no estaba.
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