La caja negra

 

Ciudad de México, 25 de febrero de 2015

Querido tío:

¿Cómo has estado? Hace 5 años que no te veo, espero que te encuentres bien tanto física como mentalmente. Quiero decirte que aquí no ha cambiado nada desde hace 5 años, todo sigue exactamente igual: misma comida, juegos que no cambian, apuestas que no rebasan la cajetilla de cigarrillos, en fin…, todo es monótono. A propósito, quiero darte las gracias por mandar cada mes cigarrillos, la verdad es que me mantienen despierto y se me han vuelto un hábito que creo difícil de superar, pero como no hay nada que hacer, fumo constantemente para sentir que estoy vivo.

El fin de esta carta es por dos razones: la primera es para preguntarte si ya han dado con mi hermano; yo tengo fe en que tú junto con las autoridades hacen hasta lo imposible por hallarlo. Por favor, tío, no se rindan, yo siempre mantendré la esperanza. En cuanto salga de este lugar mi única prioridad será encontrarlo aunque me cueste la vida.

Tío, te vuelvo a recalcar que este sitio no es para mí, no sé por qué razones estoy aquí. ¿Por mi bien, según? En realidad, no hay en mí algo fuera de lo común.

La segunda razón de mi carta es para relatarte otra vez lo que sucedió aquel día; ya sé que te he contado hasta el cansancio todo lo acontecido, pero mi terapeuta dice que es muy bueno redactar mi “trauma”, porque me ayudará a darme cuenta de la realidad y a enfrentarla, además siempre que te escribo encuentro un hecho nuevo. Te sigo rogando que te pongas en mis zapatos y me comprendas, y si no, serás uno más del grupo. No te apegues a lo que te dijeron aquella noche. Créeme a mí, tío, que soy tu sangre y sabes que yo nunca te he mentido en mi vida. Tú conoces perfectamente que mentir no es una de mis características; al contrario, detesto hacerlo, y aunque yo quisiera, no lo puedo: nunca aprendí a mentir. 

Fue un martes. Llegué temprano de trabajar. Recuerdo que en cuanto crucé la puerta de la vecindad vi una pequeña caja negra sobre el suelo que nunca supe de quién era, herramienta y la ropa secándose. Todo este reguero me hizo subir a la terraza del primer piso. Un sol rotundo invadía todas las plantas de aquella, así que comencé a echarles agua.

Al terminar esta labor decidí bajar a la cocina para merendar algo rápido; entonces, mientras bajaba, un frío me recorría la médula, como algún tipo de intuición y terror que se mezclaban en ella y, a su vez, un aire le faltaba a mi pecho. Fue una sensación tan horrible y fatal que puedo asegurarte que ha sido lo más espantoso que hasta ahora ha experimentado mi cuerpo (exceptuando las malditas drogas que aquí ingiero obligatoriamente).

Justo en el cuarto peldaño mi terror se volvió más notable cuando te juro que vi un portal que emergía de la caja negra, era un maldito agujero que se proyectaba sobre la pared más próxima y de él brotaban todo tipo de bestias extrañas; a mi parecer eran animales alterados genéticamente. Primero vi un tipo de elefante: tenía dos trompas; bajo ellas una clase de boca dividida en tres partes, o tal vez eran tres bocas; en la parte de en medio poseía una prolongación un poco larga; mientras que a sus lados tenía dos cavidades aparentemente pequeñas; unas orejas más grandes de lo común; y en sus patas unas uñas que eran como láminas filosas. Y en seguida noté una mezcla entre un jabalí y un cerdo: el tamaño de un perro, colmillos afilados, unos cuernos puntiagudos que casi se juntaban, ojos color carmesí y piel marrón. 

No me detuve a mirar más detalles, porque cuando estos monstruos notaron mi presencia se dirigieron a mí. Mi única reacción fue correr escaleras arriba, gritado a la vecina del primer piso que corriera. Yo huía por salvar mi vida, y mientras así lo hacía escuché cómo estas infelices criaturas destruían todo a su paso. Pero hubo un momento en el que volteé y mi desesperación concurría por mi alma al ver que la bestia inmensa (“elefante”) cortaba la espalda de la vecina que después de todo sí me había escuchado. Las bestias se detuvieron a comer de ella como perros peleando por un hueso y la sangre salpicaba por todas las paredes.

Seguí corriendo hasta estar en la azotea, en donde pensaba que me había salvado. Desde ahí traté de gritar a lo que fuera que me escuchara que me salvara. Un ruido me interrumpió, y lentamente giré la cabeza hasta la entrada de las escaleras; pensé que era todo. Lloré, cerré mis ojos, me pregunté cómo sería la muerte y quién vendría por mí. ¿Cómo sería el próximo dolor que experimentaría? ¿Sería rápido o tardado? Varios “sería” se me venían a la cabeza. Sentí una presencia que se acercaba lentamente… Mi corazón palpitaba con más frecuencia…, los latidos incrementaban… Abrí los ojos despacio… y… ¡No!… Era mi hermano, empapado de sangre, empuñando un arma; lloraba y me echaba en cara por qué no había ido por él. No supe qué responder, sólo lo abracé fuerte, y de haber sabido que ése sería el último abraso lo hubiese hecho mucho mejor. Pronto, algo tan asqueroso y nauseabundo se apoderó de mí, un horror que afectó todo mi organismo, y después me desvanecí. 

Desperté en un hospital sin saber de lo sucedido, juzgándome como un asesino; la vecina que en ese entonces vivía al lado de la familia me acusó de haber perdido el control y asesinar a sangre fría a la vecina del primer piso. Al declarar todo lo que yo había visto me tomaron como un loco, y decidieron que lo mejor era encerrarme en un psiquiátrico. Ahora heme aquí, tío. Era esto o ser encerrado en prisión, pero, ahora que lo pienso, ¿cuál es la diferencia?

No tengo conocimiento de lo que pasó después de que me desmayé, tío; me siento tan frustrado y triste que ya no sé si en verdad estoy loco. He optado por irme de este lugar. Ya no aguanto más, tienes que sacarme de aquí, tío. Te lo pido.

Estoy recordando… La caja… tenía las iniciales de tu nombre. Ahora lo entiendo… ¡Tú! ¡Rata inmunda! ¡¿Y te haces llamar mi tío? Espera a que salga… ¡¿Cómo pudiste?!...         

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