El oscuro sendero de los reyes

Sometidos por unas paredes que apenas se dejaban ver con la luz delantera del auto y con la certeza apenas poseyéndolos aceleraron el kilometraje. De vez en vez chocaban contra el automóvil enemigo, otras con el instinto, o con las barreras del estrecho camino en el que apenas cabía el ancho de esos dos carros. Una persecución nocturna, y nada más. El oscuro sendero parecía infinito; su forma en zigzag consumía la pizca de paciencia que Ozmel intentaba no abandonar (esta batalla se adjudicaba más a la gente que le rodeaba, quien decía que cumplidos los dieciocho años el pecado más altanero era caer sobre las púas del desasosiego). 

Cada que Ozmel se acercaba al auto del enemigo, su copiloto Nestor, con un revólver en mano, intentaba disparar desde la ventana. El perfume del arma abanicaba el aire y el penetrable grito invadía el espacio del enemigo. Sin embargo, de los muchos disparos que empuñaba la vida ninguno le acertó.

Pero los insistentes picoteos de auto a auto llevaron al alma del enemigo a sacarla para devolverla al cuerpo una y otra vez, y los mecanismos de la carne aparecían para coercionar su destino: el corazón a su punto más alto, el sudor excesivo que resbalaba las manos del volante, la trampa del triunfo.

Hacía una noche que la persecución había iniciado y aún no se lograba grabar la muerte de ninguno. La discrepancia pertenecía más a Ozmel y a Nestor que al enemigo perseguido: ¡Una noche entera sin que la gasolina llegara a su fin! ¡Una noche entera en la que al enemigo no se le podía disparar! Éste, por su parte, no intentó combatir, sino evitar el confrontamiento y huir sin algún indicio de plan.

Por fin, una intensa luz se divisó al final del sendero y ambos bandos imaginaron que pertenecía a los faros de un tráiler, y ni así bajaron la velocidad (el orgullo es lo más poderoso). El primero en cruzar el umbral luminoso y en perecer al mismo tiempo fue el enemigo, el enemigo y su esclavitud; multiplicó las llamas de su muerte por todo el palacio. Los segundos reaccionaron amortiguando el golpe y su libertad fue salvada, así que, ¿quién se promulgó victorioso?

Los reyes, que no eran seres comunes sino extrahumanos, aplaudieron (el eco de la aclamación brincó por todo el palacio) la venida de Ozmel y Nestor, y no se permitieron inmolar al enemigo caído porque ya no había cuerpo. Los dos intrigados miraron, uno a la vez, la gran pantalla a través de la cual los reyes extraordinarios contemplaron la persecución. Enseguida apreciaron los ojos blancos y los dos largos colmillos que les salían a los reyes de la boca. Se echaron a temblar con una mirada tan pálida como el mismo paraíso. En conclusión: los reyes inmolaron a los prisioneros Ozmel y Nestor, porque aún llevaban el cuerpo encima.

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