Un crimen


Se interpuso en su agonía. Se le encaró y con su dedo amenazador golpeó su pecho una y otra vez, mientras le decía: “Mira, morro, te vas a subir al puente y cuando te encuentres a unos güerillos de tu edad les gritas en su jeta: ‘Puta, ya te cargó la chingada’”. Hubo una distorsión de realidad en Pablo; una incógnita que desplegó varias posibilidades acerca de que era el hombre equivocado, y ante esta expresión, que se disgregó alrededor de su boca y ojos, el amenazador le respondió: “Ya te la sabes, morro, si te rajas puede que tu jefecita del segundo piso de este hospital no salga entera. Así que mueve las nalgas”.
Pávido, con el gorgoteo del corazón moviendo todo su cuerpo y mirando a todas direcciones Pablo meneó débilmente su cabeza y tartamudeó alguna frase incomprensible. El amenazador reiteró el sufragio y las exactas palabras “Puta, ya te cargó la chingada” y se fue con la promesa de vigilar cada acto.
Distintas tretas se le incrustaron a Pablo para zafarse de la maña. No conocía al amenazador. Se preguntaba qué tan certera podría ser la muerte de su madre si delataba el gesto de intimidación con la seguridad del hospital; se remangaba con insistencia que el poder era don del amenazador y que no tenía que hacer otra cosa que la de gritar unas cuantas palabras y tomar la huida. Entonces puso la vida de su madre encima de todo y salió del hospital.
Subió los primeros peldaños del puente y miró hacia atrás la cara del amenazador subrayando su intersticio de animal. En escalones superiores oyó el rugir, no tan lejano, de unas patrullas. Ya en el puente un ardor moribundo resquebrajó la paz en el instante que divisó a unos adolescentes de tez clara: con sus cuerpos a pecho y formando un círculo presintieron a Pablo.
Él cesó su búsqueda, y el adagio resonó en las horas nocturnas. Gritó impaciente, con una voz escuálida: “¡Puta, ya te cargó la chingada!”. Al momento los güeros se disolvieron fugazmente. Pablo se echó hacia atrás y levantó sus brazos y unas manos llenas de temblores y sudor. La poca iluminación de la avenida le permitió contemplar sobre el suelo a una mujer con las vestiduras rasgadas y el cuerpo envuelto por manchas de sangre y moretones, y bajo el puente a un puñado de patrullas apuntándole con armas.






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